“El género marca una diferencia en cualquier lugar del mundo. Y hoy quisiera pedir que empecemos a soñar y a planear un mundo diferente”.
— Chimamanda Ngozi Adichie, novelista y escritora nigeriana de no ficción
“Trabajar en la misión empodera… Debemos cambiar las relaciones de género para empoderar las misiones”.
— Dorothy Oluwagbimi
Uno de los primeros recuerdos de mi infancia en una congregación del Medio Oeste rural de Estados Unidos es de la polémica que surgió cuando una miembro femenina dirigió un estudio bíblico para adultos.[Footnote] Fue la polémica ligada a este evento la que me hizo comprender que mi género me ubicaba en una categoría aparte y que a veces la iglesia limitaría la forma en que yo podría servir. A la larga, como me sentía llamada a una vida de ministerio y tenía tendencias naturales a gestionar y liderar, abandoné el anabautismo, esperando encontrar una comunidad de fe que me permitiera responder sin restricciones a mi llamado vocacional.
Fue en mi primer año de servicio en Kirguistán cuando no solamente me reconcilié con mi identidad anabautista, sino que también descubrí lo que tantas otras mujeres habían descubierto antes de mí: que servir como misionera ofrecía una oportunidad para liderar dentro de la iglesia. Lejos de las instituciones norteamericanas a las que estaba afiliada, encontré espacio para poner en ejercicio mis dones.
Hace largo tiempo que, gracias a su participación activa en la misión, las mujeres se han empoderado para empoderar a los demás. En los registros de la vida de Elisabeth van Leeuwarden —una anabautista pionera que escapó de un convento, estudió las Escrituras y cautelosamente fue de aldea en aldea enseñando a otros el camino de Cristo—, leemos cómo las mujeres actúan como estrategas. En el Antiguo Testamento, el relato de Ester —quien salvó al pueblo judío de la destrucción— nos muestra cómo las mujeres subvierten el orden establecido. Y el legado de Walpurga Marschalkin von Pappenheim, quien editó uno de los escritos de Pilgram Marpeck, demuestra la capacidad de las mujeres para organizar. Tal como lo señala Bre Woligroski en la reseña de libros que introduce el presente número de Anabaptist Witness, “las mujeres hallan un camino”.
La visión acerca de los roles de género en la Norteamérica de mediados del siglo XIX llevó a la (maternalista) idea de que las mujeres eran responsables de alcanzar a otras mujeres y a sus hijos con el evangelio, originándose así lo que la historiadora Dana Roberts identifica como la primera teoría de la misión ligada al género[i]. El lema “un trabajo de la mujer para la mujer” dio forma a las visiones protestantes norteamericanas de la misión a lo largo de más de cuatro décadas. Para la época de la histórica Conferencia Misionera Mundial de 1910 en Edimburgo, Escocia —donde había apenas unas cuantas mujeres entre los miles de delegados—, las mujeres protestantes en Estados Unidos ya estaban celebrando con una gran gira el cincuentenario del movimiento misionero ecuménico de mujeres en Norteamérica. Para 1916, cuando había 24 mil norteamericanos involucrados en el trabajo misionero, el 62 por ciento eran mujeres[ii].
Es en este contexto que Anita Hooley Yoder inicia este número de Anabaptist Witness. En “Una misión para sí mismas: Visiones cambiantes de la misión en organizaciones de mujeres menonitas en Norteamérica”, ella documenta importantes cambios en las maneras de entender la misión entre los menonitas a mediados del siglo XX. A medida que las congregaciones norteamericanas empezaron una transición desde sus iniciativas internacionales hacia un énfasis en ministrar a las comunidades en que vivían, las organizaciones de mujeres también cambiaron su foco de atención. Durante esta transición, las mujeres de Norteamérica empezaron a enfatizar el autocuidado y el desarrollo de la fe personal dentro de sus propios círculos y ya no en el extranjero.
Kimberley Penner sostiene en el segundo artículo que las misioneras internacionales tenían más oportunidades de servir en el liderazgo que sus hermanas en sus comunidades de origen, tal como lo experimenté yo en mis años de servicio internacional. Sin embargo, pese a la creciente libertad de las mujeres, las iniciativas organizacionales femeninas aún estaban subordinadas a estructuras eclesiales dominadas por varones. Tal como lo señala Dana Roberts en American Women in Mission: A Social History of Their Thought and Practice (“Mujeres norteamericanas en misión: Una historia social de su pensamiento y práctica”), los varones han sido tradicionalmente los “guardianes” de las instituciones eclesiales y de las teorías misionales (y los misiólogos varones siguen superando dramáticamente en número a sus colegas femeninas en la actualidad)[iii]. Comúnmente, las mujeres se han involucrado en la misión más a un nivel personal y ético que institucional; en consecuencia, las iniciativas de plantación de iglesias eran lideradas mayormente por hombres. En aquellas raras ocasiones en que las mujeres sí plantaban una iglesia, el liderazgo era traspasado rápidamente a sus contrapartes masculinas. Penner sugiere que esta tendencia sigue imperando hoy en día en el liderazgo de la plantación de iglesias y podría explicar la escasez de mujeres involucradas en dicha tarea en los círculos menonitas.
Sin embargo, el argumento central del artículo de Penner es que el poder se libera cuando las estructuras y líderes misioneros aguzan sus oídos para escuchar la voz de las personas marginadas. Este acto de escuchar genera oportunidades para construir relaciones de poder compartido y mutualidad. Arli Klassen responde apoyando el argumento principal de Penner, pero luego lleva más allá la conversación al nombrar la complejidad de los sistemas opresivos. Quienes en un contexto se hallan en los márgenes, a menudo tienen poder en otros contextos. “No hay una frontera clara entre ‘desde los márgenes’ y ‘hacia los márgenes’”.
Como mujer blanca, recientemente he sentido esta tensión entre marginación y poder. El poder es complicado. Aunque las mujeres blancas heterosexuales en Estados Unidos hayamos creído que todo nuestro género estaba unido en sororidad, algunas de nosotras hemos empezado a descubrir lo que nuestras hermanas marginadas han sabido todo el tiempo: seguimos defraudándonos unas a otras. Hemos permitido que nuestro miedo a la diferencia prevalezca sobre la fortaleza que tenemos cuando estamos unidas. Y esto también es válido para la iglesia. Seguimos defraudándonos unos a otros. Lo hacemos cuando no buscamos la voz de los marginados y marginadas, cuando no reconocemos al otro y la otra como creados a imagen de Dios, cuando nos aferramos a nuestro propio poder a expensas de los demás. Hemos defraudado y seguimos defraudando a nuestras hermanas y hermanos LGBTQI.
Esperaba que parte de este número de Anabaptist Witness diera cabida a una relevante y muy necesaria conversación acerca de cómo ministrar a y con individuos transgénero e intersexuales en la iglesia global. Pero, aunque esta preocupación emerge brevemente en muchos de estos artículos, aún no le hemos dado a la conversación un lugar relevante. Hemos seleccionado historias de un género, exponiendo una voz poderosa, pero también hay otras voces que no hemos buscado o escuchado lo suficiente.
En este número, encontrarán historias de personas valerosas y decididas a compartir el evangelio. Sus legados y los desafíos que plantean nos ofrecen muchos aportes a los cuales recurrir a la hora de reflexionar acerca del género en nuestros cambiantes contextos y acerca de qué significa llevar las buenas nuevas.
Jamie Ross, co-editora
Footnotes
Este artículo ha sido traducido por Felipe Elgueta.
Dana L. Robert, ed., Gospel Bearers, Gender Barriers: Missionary Women in the Twentieth Century (Maryknoll, NY: Orbis, 2002), 7.
Ibíd., 5.
Dana L. Robert, American Women in Mission: A Social History of Their Thought and Practice (Macon, GA: Mercer University Press), 409-10.