Solidaridad en el sufrimiento

The Abstract

(For the English-language original of this article, click here.)   El nuestro es el largo peregrinaje del Sábado. Entre la aflicción, la soledad y la indecible pérdida, por un lado, y el sueño de liberación, de nuevo nacimiento, por el otro. —George Steiner.   Me encanta la primavera. Mi barrio se siente distinto durante esa estación. […]

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Reflection piece by Grace Spencer

(For the English-language original of this article, click here.)

 

El nuestro es el largo peregrinaje del Sábado. Entre la aflicción, la soledad y la indecible pérdida, por un lado, y el sueño de liberación, de nuevo nacimiento, por el otro. —George Steiner1.

 

Me encanta la primavera. Mi barrio se siente distinto durante esa estación. Los días más largos invitan a los niños a llenar los patios delanteros, antes vacíos. La risa irrumpe en las calles. Acogemos el invierno por causa de la primavera, sabiendo que las flores se abrirán pronto, confiados en que el sol brillará pronto sobre nuestros rostros, aferrándonos a la promesa de que llegará el momento en que cese la tormenta. Los árboles que echan brotes son como flechas que nos señalan el camino hacia la vida nueva. El viento susurra de lo que vendrá, la alegría despunta sobre el horizonte. Cuando enterramos semillas en el suelo y el fruto brota de la tierra, se siente como el cumplimiento de una promesa, como una esperanza realizada. Es lo que me encanta de esta estación.

Como las estaciones, la vida en el barrio sigue un ritmo, y así voy oscilando constantemente entre la esperanza y la desesperanza, la alegría y la tristeza… La primavera ha llegado, pero el invierno fue largo. Cuando llegué a este barrio, rápidamente tomé consciencia del sufrimiento de mis vecinos: adultos que trabajaban por mucho menos que el salario mínimo porque eran indocumentados; adolescentes que han tenido ocho profesores de matemáticas en un año; padres que no pueden costear el tratamiento médico que su hijo necesita. Este año, me hice una con ellos en su sufrimiento.

Empezó el verano pasado, cuando visité unas Estaciones de la Cruz, ocultas entre los árboles del bosque en Oakhurst, California, y oré pidiendo la capacidad para enfrentar la muerte con fe, tal como hizo Jesús. Irónicamente, durante aquel tiempo de devoción contraje la enfermedad de Lyme. No habían pasado ni dos semanas de sufrimiento y ya le estaba rogando a Dios que esta copa pasara de mí. A medida que empeoraban mis síntomas, iba viendo cómo mis sueños se escurrían entre mis dedos: apenas podía comer; experimentaba dolor en cada rincón de mi cuerpo y sentía como si mi cerebro ya no pudiera procesar información. Cuando comprendí que mi médico no tenía ninguna solución que ofrecerme, una ansiedad paralizante llegó subrepticiamente, tentándome a imaginar los peores escenarios posibles: ¿sería capaz de completar mis estudios en el seminario, trabajar como misionera en otro país o volver a escribir siquiera? Me encontré cara a cara con mi finitud, y apenas soportaba mirarla. Me sentí sola, abandonada, como si Dios estuviera ignorando mi sufrimiento. Empecé a preguntarme si acaso yo importaba. ¿Por qué Dios no me sanaba? ¿Por qué no me daba, si no la cura, una explicación por lo menos? ¿Tan insignificante era mi vida?

Ahora sé que Cristo estuvo presente a lo largo de todo mi sufrimiento; el problema era que yo esperaba escuchar la voz equivocada. Mientras yo exigía respuestas, esperando algún gesto dramático o un milagro, Dios susurraba: “Lo sé, Grace. Te veo, estoy contigo y te comprendo”. Dios me rodeó de una comunidad amorosa, que incluía a personas que sabían muchísimo sobre la enfermedad de Lyme, cuyo apoyo me sostuvo mientras yo completaba otro año de seminario. Esta experiencia y la fidelidad de Dios me ayudaron a comprender que vivir una vida de compasión no tiene que ver con hacerse el héroe, sino con vivir en solidaridad.

Este último año aprendí cómo hacer eso, cómo vivir en solidaridad. No sé si Dios estuvo detrás de mi sufrimiento o delante de él, pero sé que ha estado en él. Hay un chico de séptimo grado en mi barrio que está perdiendo la vista, y los médicos no tienen un diagnóstico ni un tratamiento para él. Al ir compartiendo nuestros dolores, temores y frustraciones, la santidad ha venido a morar entre nosotros. La manera en que este chico soporta gozosamente el sufrimiento y reconoce su ansiedad acerca del futuro sin dejarse consumir por ella me asombra. Juntos estamos aprendiendo cómo seguir adelante por la vida sin aferrarnos tanto a ella.

Cuando nos aproximábamos a la Pascua este año, decidí hacer las Estaciones de la Cruz con nuestros estudiantes de séptimo y octavo grado porque he experimentado mucho de nuestro caminar con Jesús sintiéndome como en Viernes Santo: hundiéndome en la desesperanza, preguntándome si acaso el Padre nos ha abandonado. Nuestras oraciones a veces se sienten menos como conversaciones y más como monólogos; nuestras circunstancias hacen que nuestras palabras fluyan como protesta más que por devoción. Había estado con algunos de los estudiantes meses atrás, cuando su mamá anunció que se mudaría con su novio y que a ellos los dejaría con su abuela. Nuestro camino con Jesús nos lleva al desolado Sábado: nos hallamos en las trincheras, deambulando por desfiladeros, súbitamente encontrándonos cara a cara con la injusticia y las complejidades de la vida en los márgenes.

Y pese todo, incluso en medio del invierno, esperamos la llegada de la primavera. Llegará el tiempo en que los días serán más largos, y el ambiente más cálido nos dará la oportunidad de hacer cosas como salir a tomar helado con alguien. Cuando les dije a algunas adolescentes de mi barrio que las iba a llevar a una heladería Baskin-Robbins, una de ellas dijo: “OH, DÍOS MÍO. ¡Grace, te quiero! Bueno, antes te quería también”. El invierno se desvanece cuando bajamos los vidrios y cantamos a voz en cuello, para bochorno de los autos cercanos y de nosotros mismos.

A veces, sentimos que nuestra misión es como el Domingo: nuestro sufrimiento no es sino una hebra en el gran tejido de la historia redentora de Dios. Recientemente, dos de los estudiantes que se han estado levantando cada miércoles para ir a estudio bíblico conmigo antes de la escuela me dijeron que querían ser bautizados. Como seguidores de Jesús, celebramos la resurrección; la esperanza está a nuestro alcance. Me pregunto si el bautismo será tanto para la comunidad de creyentes como para los que se van a empapar. Cuando ellos hacen un compromiso público de seguir a Jesús, aquellos de nosotros que oscilamos entre la esperanza y la desesperanza nos inclinamos hacia la esperanza, al ser testigos del obrar de Jesús en medio nuestro. Cuando ellos emergen del agua e inhalan el primer aliento de vida nueva, experimentamos la inmanencia de Dios y recordamos su disposición a sufrir con nosotros y nosotras.

Tal como los discípulos que no entendieron las predicciones de Jesús sobre su muerte, nosotros tergiversamos nuestra misión cuando nos concentramos únicamente en la resurrección. Dios no nos arrebata de la muerte ni nos ayuda a escapar del sufrimiento; la cruz no es un talismán contra los infortunios de esta vida. En lugar de ello, Dios entra en nuestra situación humana y desarma la muerte al someterse a ella. Dios en carne humana es ajeno a todo lo que creíamos desear de un salvador. La encarnación nos señala un Dios que está tan apasionadamente enamorado y comprometido con sus criaturas que moriría por estar con ellas. Es aquí donde empieza la nueva vida: “el sufrimiento, cuando es hecho audible y visible, produce esperanza; la aflicción, cuando es expresada, constituye la puerta de acceso a la novedad. Y la historia de Jesús es la historia del acceso al centro mismo del dolor y de cómo hacerse eco de él”2. El clímax de la historia redentora de Dios emerge desde este sacrificio, desde esta historia de solidaridad dolorosa. Su misión de restaurar la plenitud se convierte en nuestra misión cuando elegimos acoger la vulnerabilidad; podemos compartir el dolor de otros porque él comparte nuestro dolor.

Estamos invitados a vivir en esta tensión: la muerte precede a la resurrección; el invierno anuncia la primavera, y cuando la primavera se muestra en plenitud, el invierno viene siguiéndola de cerca. Como seguidores de Jesús, debemos saber, en palabras de Michael Gorman, que la cruz es la forma y la fuente de nuestra salvación3. Somos más humanos, nos sentimos más vivos y reflejamos más claramente la imagen de lo Divino cuando nuestras acciones emulan las acciones amorosas de Jesús que lo llevaron a la cruz. Seguimos a un Dios que, en Jesús, vino a nuestro encuentro en una solidaridad radical. Asumió nuestra carne y moró entre nosotros (Juan 1:14), se despojó de sus prerrogativas divinas (Ef. 2:7), acogió la finitud, casi murió de hambre en un desierto, lloró por la injusticia y, finalmente, redimió al mundo por medio de su muerte. La vida nueva brota de la solidaridad en el sufrimiento: la solidaridad de Dios con nosotros y de nosotros con los demás, si es que estamos dispuestos a tomar nuestra cruz.

 

Grace Spencer está realizando un máster en teología en el Seminario Bíblico de Fresno Pacific. Ella trabaja como mediadora de justicia restaurativa para jóvenes infractores de ley y como pastora de jóvenes en un barrio, con miras a plantar iglesias en el centro de la ciudad de Fresno, California. Este artículo ha sido traducido por Felipe Elgueta.

Footnotes

1

Steiner, Real Presences: Is There Anything in What We Say? (Londres: Faber and Faber, 1991), 231–32.

2

Walter Brueggemann, La imaginación profética (Santander, España: Sal Terrae, 1986), 106-107.

3

Michael J. Gorman, The Death of the Messiah and the Birth of the New Covenant: A (not So) New Model of the Atonement (Eugene, OR: Cascade), 2014.